Desayuno en el hotel. La novedad respecto al de Río es que aquí anhaden un huevo frito tan frito que ni se distingue la yema de la clara.

En el autobús con destino a Barra (zona un tanto turística pero bonita repleta de hoteles) se pone a charlar conmigo (daré sensación de desamparo, que se yo) una mujer que me explica todo lo que puedo hacer en la zona de las playas, cuál es la mejor hora para ir a cada una y me pregunta unas 5 veces (trabaja en una inmobiliaria) si no me interesa comprar una casa en Bahía. Al despedirnos (yo bajo antes) me da su tarjeta y me desvela que es húngara.

La playa está a rebosar y cada minuto tienes alguien delante que te vende agua de coco, gafas de sol o cualquier cosa. A la hora de irme entre un vendedor de collares y el tipo de las sillas me hacen un lío (se puede decir timo) y me quedo sin 50 reales (unos 20 euros). Cuando me doy cuenta vuelvo, pero el de los collares ha volado y el de las sillas dice que nunca le di el dinero. En fin, más se perdió en la Bolsa.

Otra curiosidad: la arena está tan caliente que hay gente que cobra por regarte los pies o la arena por la que vas a pasar con una enorme regadera.

De vuelta al centro veo una tienda en la que compran y venden pelo natural y me tomo un riquísimo helado de tapioca. Otro autobús más tarde y ya estoy (bueno, lleva 40 minutos desde el centro) frente a la Igreja de Nosso Senhor do Bonfim. Lo más llamativo es la capilla con los ex-votos y las fotos de la gente que se ha curado gracias al patrón de Salvador, así como fotos y recuerdos de los fallecidos.

El día (dejando a un lado mi ración diaria de BBB8) acaba en un sitio absolutamente pijo y precioso: O bar da ponta, una construcción de cristal situada en un muelle y con una vista sobrecogedora de la puesta de sol en la Bahía.

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