La primera vez que realmente me ha impresionado Nueva York es cuando he visto las luces de Manhattan por la noche desde Brooklyn. No es una postal gigante, es de verdad.

Como los domingos el tráfico en Nueva York no es la locura de los otros seis días de la semana decidimos coger un coche para bajar a la ciudad. Una hora y media con radio y sin marchas que acabó con el vehículo (enorme, por cierto) aparcado en el sur de Manhattan. Después de encontrar por Little Italy una tienda de delicatessen españolas que tenía casi mejor surtido (y no excesivamente caro) que cualquier sitio similar de Madrid nos acercamos a Nolita para comer en un cubano especialmente recomendado por Eugenia Silva. Pequeño, llenísimo de gente y un tanto ruidoso, el Habana Café ofrece abundante comida y caras (y pintas) guapas por un precio económico.

BalthazarLuego nos tomemos un café en el Balthazar (muy, muy chic) antes de quedar con Cristian, que nos llevó a una enorme librería y la tienda de Prada en Broadway: un edificio espectacular que en su día albergó en Museo Guggenheim.

Volvemos a por el coche y cruzamos el puente de Brooklyn (el día antes lo hicimos andando) para disfrutar, ya de noche, de las luces de Manhattan en una explanada preparada a tal efecto justo al otro lado.

Todavía embobados decidimos seguir en el lado este de NY y serpentear por entre los muelles para encontrar una vista de la Estatua de la Libertad. Misión cumplida. Pero lo mejor fue que también dimos con un restaurante mexicano (Alma) de tres pisos (uno de pub y dos de restaurante) en medio de ninguna parte. Además de una buena comida, el lugar ofrecía otra vista impresionante de los rascacielos de la isla.

Después una pequeña visita a Harlem para dejar a nuestro 'invitado', un ratillo perdidos por el Bronx de madrugada (brrrr) y vuelta a casa.

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