Lo más seguro es que sea una casualidad, pero dos de los libros que más me han gustado en los últimos tiempos (año y medio, para entendernos) han sido obras de autores cuya principal actividad no era la de escribir, sino la de editar lo que otros escribían. Fue el caso de Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, y lo es ahora de Vinieron como golondrinas, de William Maxwell, quien se ganó la vida revisando los textos de Salinger, Updike o Cheever para la revista The New Yorker.Con un lenguaje sencillo y libre de florituras, Maxwell recrea un pasaje casi autobiográfico: la llegada de la 'gripe española' al Medio Oeste norteamericano al final de la primera guerra mundial y la forma en la que afecta a una familia de clase media.
Dos son los aspectos que más destacan del libro: uno de lenguaje y otro de estructura. El primero se refiere a la habilidad del autor para la descripción. Si el estilo es sencillo, la profundidad y precisión con la que habla de los objetos, de las habitaciones de la casa o los pensamientos y sueños de los protagonistas es extraordinaria. El lector se ve inmerso en un mundo que no conoce y en una forma de ver las cosas... que, en realidad, son tres.
Porque la historia de Vinieron como golondrinas está contada en tres partes, consecutivas en el tiempo pero narradas desde los ojos de distintos personajes. La novela gira en torno a Elisabeth, una madre de familia que es el centro de la vida y las preocupaciones de sus dos hijos varones y su esposo. La construcción narrativa es brillante y la manera en la que las piezas van encajando, un placer.
Cada uno de los libros/puntos de vista narrativos ayuda a comprender los otros, al tiempo que es matizado por contraposición. Lo único fijo y verdadero es el amor que los tres sienten por Elisabeth y la necesidad que tienen de ella.
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Desde los míticos, 'underground' y punk-naïf dibujos de Círculo Primigenio (los Moldy Peaches de la ilustración) hasta campañas de publicidad para marcar multinacionales y editar un libro/cómic/diario sobre sus 10 años de profesión. Juánjo Sáez ha sabido mantener una línea de trabajo (decir 'artística' quedaría muy serio) marcada por lo sencillo (no siempre simple) y la herencia de Matisse, en lo gráfico; y la mala baba con lo famoso/establecido y las modas, en lo temático.
Genio oficial del último cómic estadounidense, él éxito de crítico y público de Ghost World amenaza con convertirse en una losa similar a la que sintieron Radiohead tras OK Computer. ¿Qué hacer luego? ¿Reincidir en esa escritura más tradicional que tanto ha gustado o seguir explorando? Tanto el anterior
Kyrou viaja a través del tiempo y los estilos buscando conexiones y poniendo en contexto mil y una historias. De los futuristas a Carl Craig puede haber solo dos pasos, y de King Tubby a Massive Attack solo uno. Como si de una sesión de DJ se tratara, el libro avanza y retrocede, deja pequeñas perlas de media página y fragmentos de 15, enlaza citas como quien juega con un sampler y luce la heterodoxia como bandera.
Fuera la parafernalia. Fuera el pegote de 'best seller mundial', fuera incluso los artículos laudatorios que consideran a su autor, Steven D. LEvitt (que es el que pone el contenido), como un genio que ve más allá de los datos y blah, blah, blah.
Chuck Klosterman es un periodista musical aficionado a jRadiohead y al heavy que desprecia a los periodistas musicales y recorre los EE.UU. buscando material para un reportaje sobre la muerte de distintos iconos del rock (Kurt Cobain, Marc Bolan, Buddy Holly...) que, realmente, no le importan y habla de su relación con las mujeres de su vida, aunque realmente tampoco le afectan demasiado.
Jamás se me hubiera ocurrido pensar en esa relación: el maestro del terror gótico H.P.Lovercraft y el novelista francés Michel Houllebecq. En este ensayo (publicado originalmente en 1991), el autor de